CAMINANDO POR MALASAÑA


CAMINANDO POR MALASAÑA


Recorría las calles de la ciudad como vagando por un mundo onírico y al mismo tiempo hartamente conocido. Era la ciudad donde nació, la ciudad donde vivió su infancia y los primeros años de su juventud. La ciudad donde volvía con frecuencia ahora, en su vejez.



Pero algo mágico, maravilloso, sólo posible en el mundo de la imaginación, había sucedido. Caminaba por aquellas calles con un paso rápido, decidido, sin los frenos y limitaciones que los achaques y los años habían ido sumando a sus articulaciones. Sentía su cuerpo joven, atractivo, sensual. Se vio reflejada en los cristales de algunos de los elegantes escaparates de esa gran vía tantas veces repetidas en las obras de diferentes artistas, y comprobó que era un cuerpo en el que se hubiese reconocido veinte años atrás.

Estoy soñando” se repetía a sí misma. “Despertaré y me daré cuenta de ha sido tan solo un sueño lúcido”. “No puede ser verdad”.  Pero, pese a claridad de su pensamiento, a la capacidad de analizar de forma totalmente lógica lo que estaba sucediendo, no podía dejar de vivir la intensidad de aquel realismo, que aunque ella se empeñase en considerar mágico, parecía ser brutal, absolutamente, REAL.

Quería anclar la experiencia. Hacer algo, tomar un pedazo de realidad cuya no presencia al despertar le confirmase que sólo había sido un sueño, o cuya perseverancia le hiciese saber, sin lugar a dudas, de que lo que vivía no estaba únicamente en su imaginación.

Ya había probado a experimentar sensaciones corporales. El zumo de frutas granizado que tomó, sentada en una pequeña cafetería frente al marcado de San Antón, balanceando las piernas cruzadas mientras se miraba de reojo en el cristal de la puerta, había despertado en su boca, su garganta, incluso en sus manos, al apretar la copa helada, sensaciones reales, nítidas, auténticas.
Se recreó en caminar más despacio, para ser plenamente consciente de que no daba saltos en el tiempo y el espacio, como sucede con frecuencia en los sueños. Midió sus pasos y decidió el camino a recorrer. Jugó a perderse por las estrechas calles del barrio de Malasaña, consciente de lo que hacía, con los ojos muy abiertos, leyendo cada cartel, el nombre de cada establecimiento, los anuncios de conciertos de verano pegados en las vidrieras de los bares, e incluso algún que otro anuncio de “se alquila” en un viejo balcón. Entró en la librería de viejo donde había comprado un libro de Joyce Carol-Oates hacia un par de años. ¡Comprar! Llevar uno o varios objetos que fuesen la prueba de este caminar por la ciudad. Busco en la sección de idiomas, y encontró una obra de Alice Munro que no recordaba tener. La pequeña novela en su mochila se le volvía un tesoro, una imprescindible pieza de verificación.

Aún así, seguía deseando adquirir algún otro objeto. Aquella pequeña tienda   en una callecilla lateral la atrajo como un imán. Entró, algunas ropas originales, camisetas pintadas a mano, enormes pañuelos envolventes (de esos que siempre la enloquecían), algunos bolsos de tela y una profusión de pulseras, colgantes y sortijas de plata.

Hola, ¿puedo ayudarte?” El tuteo inicial de la vendedora fue una caricia para sus oídos. Era muy poco frecuente que eso ya sucediese, a veces, después de haber iniciado una conversación, su tono casual, el estilo de sus comentarios… provocaban que la gente la tutease. Pero habitualmente, ya era identificada como “una señora mayor”. Ese tuteo inicial era agua fresca en mediodía de verano. “Voy a echar una ojeada. No conocía la tienda”. “Llevamos poco tiempo, abrimos hace unos meses, ¿te gusta?  Sí, mucho, voy a mirar, que algo me llevaré”. “¿Te gustan los pañuelos?  Te irían muy bien con ese vestido”. Sentía ganas de llorar, sabía que todo podía ser una técnica de buena vendedora, pero al mismo tiempo, algo le gritaba en su interior que aquella chica la veía como una mujer, madura, no una jovencita por supuesto, pero no como la mujer mayor, la mujer vieja, la “señora mayor” que ya era.  Supo que compraría algo, o varias cosas, iba a ser feliz, iba a disfrutar de la experiencia, fuese sueño o realidad, quería vivirla a tope. Eligió un pañuelo precioso, en el que predominaba el rojo entre otros colores muy vivos,  y un anillo de plata, grande, llamativo. Salió de la tienda, envuelta en el pañuelo y con aquel anillo adornando una mano en la que las huellas de la edad eran mucho menos visibles de lo habitual.

¿Y si intentara ligar?”.   No, aquello no iba a funcionar. De hecho nunca había “ligado”, ni cuando tenía muchos menos años. Aunque anduviese sola, viajase sola… siempre pensó que o no era atractiva en absoluto o llevaba una especie de coraza invisible en la que brillaba un cartel de neón con las palabras “OCUPADA”, “NO, GRACIAS”, “DON’T DISTURB” o algo parecido.

Aún así… “si es un sueño, ¿por qué no continuar adelante? ¿Por qué imponerme límites antes de despertar? Dentro de unos minutos, abriré los ojos, estaré en mi edad, mi tiempo, mi cama, y aceptaré la vida una vez más…” Nunca se había atrevido a romper ciertos límites dentro de los sueños, ni siquiera su inconsciente se  había dado suficiente permiso en la soledad oscura de la noche. “Y si es realmente estoy atractiva y por algo extraño, mágico, qué se yo, parezco más joven, o soy más joven…

Entró en aquella cervecería con cierto aire de pub irlandés. Se sentó en una mesa y pidió una Guinness. Siempre le parecía que regalarse una Guinness era un acto especial de amor a sí misma. Cuando la camarera colocó la pinta de cerveza negra, acompañada por un platillo de patatas fritas y otro de frutos secos sobre la mesa, levantó la mirada y se atrevió a mirar a los ojos, la cabeza alzada y sonriendo al tipo atractivo, de pelo canoso, que la miraba desde la mesa de enfrente…



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