EMPODERAMIENTO FEMINISTA
CONTRA LA VIOLENCIA DE GÉNERO
He
vuelto a la ciudad en que nací, en que pasé mi infancia, en que viví un tiempo
oscuro de mi juventud. Era necesario hacerlo, ahora que ni la ciudad ni yo
somos las mismas. He recorrido la calle donde estuvo la casa (no el hogar)
donde pasé los doce primeros años de mi vida. Me he sentido fuerte, poderosa,
libre, al pasar por delante de lo que ahora es un edificio nuevo, con un
pequeño supermercado en la planta baja. Necesitaba probarme a mí misma que era
capaz de volver al lugar de mi sufrimiento, sin temblar, sin culparme,
sabiéndome totalmente libre del dolor que me provocó quien debía de haberme
querido y cuidado.
Cada
noche escuchaba en la oscuridad, los portazos, las voces (ahogada la de mi
madre, para evitar que llegase el dolor a nuestros oídos infantiles), el
llanto, (también callado, ahogado) y al fin, los golpes, los golpes… Y cada
día, los ojos permanentemente irritados de mi madre, los brazos ocultos bajo
las mangas de la blusa, ligeras manchas mal disimuladas bajo el ligero maquillaje…
Yo odiaba a mi padre. A nosotros nunca nos pegó, al contrario, se mostraba
“simpático” y criticaba a mi madre si protestábamos por negarnos ella algún
capricho. Mi hermano lo adoraba, era feliz cuando él lo acompañaba a jugar al
fútbol. Mi hermana, siete años menor que yo, era quizás demasiado pequeña para
entender. Ella dormía profundamente a mi lado, mientras yo tapaba sus orejitas
con un peluche, convirtiéndome en la única testigo de la violencia cada noche.
Me
sentía culpable, quería levantarme, abrir aquella puerta, gritar a mi padre que
dejara de torturar a mi madre, defenderla de él. Pero nunca era capaz de
hacerlo. Allí quedaba en mi cama, llorando, temblando, hasta que llegaba el
silencio tras las voces y los golpes.
Cuando
mi madre murió (“del corazón”, fue la
versión oficial, “se ha tomado todo el
bote de antidepresivos” murmuraban las vecinas) mi hermano se quedó con mi
padre. Poco después entró a trabajar en el mismo taller mecánico y siguió toda
la vida fiel a su versión: “Papá es un
poco bruto, pero un pobre hombre. Fue un buen padre, y mamá tenía depresión y
estaba enferma del corazón. Mala suerte, nada más.” Mi hermana y yo nos
fuimos a vivir con mi abuela y mi tía Rosa. Yo me convertí en una adolescente
rebelde, defensora de mi hermana en cualquier pelea de críos. Me gustaba
estudiar, desde muy pequeña había querido ser abogada, pero, en cuanto cumplí
dieciséis años, abandoné el instituto y entré a trabajar en un supermercado.
Quería tener dinero, ser independiente, no deber nada a mi padre. Tenía éxito
con los chicos. “A mí no me pasará lo que
a mi madre. A mí no me va a dominar ningún tío”. Estaba llena de dolor, y
de desprecio por mí misma, por aquella culpa pegajosa que arrastraba desde
niña. Culpa por una responsabilidad que no me correspondía. Pero entonces no
podía saberlo.
Pronto
encontré un “novio ideal”: mayor que yo, de “buena familia”, con dinero y una
buena posición en la empresa de su padre. Me quedé embarazada y nos casamos.
¡Había triunfado! Yo sería feliz, no como mi madre. Los cambios llegaron
pronto: primero los enfados sin motivo, las críticas, “tú cállate, que de esto no sabes, si no tienes ni el bachillerato”,
los pequeños chantajes emocionales, las descalificaciones, las acusaciones: “cómo miras a los tíos, eres una puta, claro,
si te acostaste conmigo, puedes acostarte con cualquiera…” La primera
bofetada llegó poco después de nacer mi hija. Yo ya era mi madre.
La
sustitución del psiquiatra al que mi marido me hacía acudir para recetarme
tranquilizantes (“estás mal de los
nervios, lo mismo que tu madre, y me desquicias a mí, vete al psiquiatra que no
estás bien”), por una joven doctora, fue mi salvación. Por primera vez
hablé con alguien de mi infancia, y, en la segunda sesión, de la realidad en
que vivía en mi presente.
Después
vinieron los grandes cambios de mi vida: divorcio, marcha a la capital,
trabajos precarios para sacar adelante a mi hija, verla crecer libre y feliz, la
universidad, mi licenciatura en Derecho, mi dedicación a combatir la violencia
contra las mujeres… y, sobre todo, la terapia en un Centro de Mujeres, donde
pude, poco a poco, a lo largo de muchos meses, ir recomponiendo las piezas
rotas del puzzle de mi vida hasta poder llorar por todo aquel dolor de la
infancia que me había arrastrado a despreciarme y a caer en las redes de un hombre
maltratador, como también lo había sido mi padre.
Hoy
he vuelto a esta ciudad. He venido a firmar en una notaría la renuncia a lo que
legítimamente pueda corresponderme de la herencia de mi padre. Él murió hace
tres meses, mientras yo participaba en un congreso internacional sobre
violencia de género en Dinamarca. Para mí había muerto aquel día en que me
atreví a cerrar la puerta de su casa a mi espalda, sin atender a sus gritos de
rabia, tras decirle, serena, a la cara: “Yo
sabía cómo tratabas a nuestra madre, papá. Sé que se suicidó por el dolor que
tú la causabas. He sufrido mucho, pero ya no quiero vivir con odio ni con
rencor. Perdónate a ti mismo, papá. Perdónate a ti mismo.”
