MARÍA LA LOCA


 DENUNCIA DE LA VIOLENCIA SEXUAL CONTRA LAS MUJERES EN LA GUERRA CIVIL Y EL FRANQUISMO

                

                                          
La veía algunas veces, cuando iba con mi abuela al pueblo, en verano o en Semana Santa. Mi abuela siempre entraba un rato en su casa, se sentaba con ella, le llevaba algunos dulces, porque María nunca salía a la calle. Era menuda, de cabellos blancos, ojos vivaces, que brillaban en medio de una cara delgada y llena de arrugas, siempre vestida de negro. Me acariciaba la cabeza y decía, “qué bonita, qué bonita.” “Éramos muy amigas de pequeñas”, me decía mi abuela. “Era mi mejor amiga”. “¿por qué le llaman María “la loca”, abuela?” Porque la gente no sabe lo que dice, loca, loca, motivos tendría para estar loca de verdad, la pobre…” Y ya la abuela nunca quería contar más, ni decir qué le había pasado a María “la loca”.

Pocas veces hablaba la abuela del pasado, pero de vez en cuando, refería las privaciones de los años cuarenta, “la época del hambre”, como ella la llamaba. Crecí oyendo de vez en cuando sus historias de la cola del pan, la cartilla de racionamiento, las lentejas con “bichos”, y el lujo que era poder dar de merendar pan con chocolate a mi tío Fernando cuando era pequeño. Siempre eran historias de su vida en Madrid donde había venido a vivir tras su boda con el abuelo a finales del verano del 39. Nunca hablaba del pueblo, acaso de cuando era muy pequeña y jugaba en las eras o iba a la escuela con sus amigas.  Ya está la abuela con las batallitas” decían mis primas y mi hermano, bastantes años mayores que yo.

Cuando dirigí la investigación de mi tesis doctoral hacia la situación de las mujeres en la guerra civil española, intenté que me contara recuerdos de aquella época, que a ella le había pillado en plena adolescencia. Siempre rehuía hablar, “no me acuerdo casi de nada, hija, seguro que en los libros encuentras cosas más interesantes que lo que yo te pueda contar”. Cuando yo insistía, a veces me comentaba que las mujeres se habían hecho cargo de muchas faenas del campo, porque la mayoría de los hombres se habían ido al frente, “con la República, sabes, bueno eso los trabajadores, porque los señoritos estaban más con Franco…, y alguno se escondió, en un agujero detrás de la cocina y no salió hasta pasados más de veinte años, fíjate, por el miedo que tenían a lo que les hicieran los franquistas…

Todo cambió aquella tarde en que supo que había muerto María “la loca”. Me llamó urgentemente a la residencia donde pasaba los últimos años de su vida.  Tienes que comprar una corona de flores, bien bonita, muy grande y muy alegre, con muchas rosas rojas, que eran las flores que a ella más le gustaban. Se la llevas y se la pones en la tumba, que todo el pueblo vea que tiene gente que la quiere”. Le prometí que lo haría el próximo fin de semana. Y volví a preguntarle: “Abuela, ¿por qué la llamaban “la loca?”. Y entonces, por vez primera, mi abuela me habló de la barbarie de la guerra.

Era el mes de marzo del 39, estaba a punto de terminar la guerra, en el pueblo sólo estábamos mujeres, viejos y niños. No dio tiempo a avisar al ejército republicano, que no andaba lejos. Aquellos falangistas entraron de noche, conocían bien el pueblo… Sacaron a muchas mujeres de sus casas. A  las mayores, las que tenían críos con ellas, las llevaron al ayuntamiento, les cortaron el pelo al cero y les dieron aceite de ricino. Las dejaron encerradas hasta la mañana siguiente y luego las hicieron pasear por el pueblo, mofándose de ellas.  A las jóvenes, casi unas crías, las llevaron a la escuela. Y allí, las trataron como bestias, las pegaron, las humillaron, abusaron de ellas, hija, las violaron… Algunos eran desconocidos, pero varios eran señoritos del pueblo, hijos de los caciques que se habían ido a la zona franquista al comienzo de la guerra… No las mataron, no, su crimen fue quizás más cruel. Las hicieron jurar que callarían, que no lo dirían nunca, porque en otro caso, no volverían a ver con vida a sus hombres (sus padres, sus hermanos, sus novios) que estaban a punto de volver del frente. Y fusilarían “a las putas de sus madres” en la tapia del cementerio al día siguiente. Las muchachas sellaron entre ellas un pacto de silencio. Al alba las dejaron salir de la escuela, golpeadas, con la ropa rota, las piernas manchadas de sangre. Atravesaron las calles del pueblo, bajaron a lavarse al río para que nadie viera las huellas de la afrenta y marcharon a sus casas. Todas dijeron a sus madres que las habían pegado y amenazado, nada más. Quizás las madres supieron que era mentira, pero también mantuvieron el pacto de silencio. Muy pocos días después terminó la guerra. Algunos de los hombres, no todos, regresaron al pueblo, y empezó el largo calvario de la posguerra.” “¿Qué fue de esas mujeres, abuela?”  Aquello les marcó la vida. La Rosa se fue del pueblo, decían que se puso a trabajar en un prostíbulo de la capital. Me encontré con ella una vez, muchos años después, iba con un viejo con cara de malas pulgas y me dijo, en un aparte, que “la había retirado”. “Es un fascista de mierda, pero tiene dinero y vivo como una reina”. La Carmen se metió monja, era una chica delicada, dulce, muy religiosa y seguramente aquel fue el camino menos doloroso para ella. Otras tuvieron todavía peor suerte, la Amparo tuvo que seguir trabajando como criada en casa del cacique, del padre del que la había violao… Dicen que se murió de unas fiebres… A la Antonia, que estaba a punto de casarse cuando empezó la guerra, la dejó su novio… no sé si porque se enteró… ella se quedo soltera, cuidando a su madre y a su padre y esa fue ya toda su vida. Otras siguieron viviendo en el pueblo, se casaron años más tarde, y pasaron la vida aguantando la humillación de cruzarse durante cada día con aquellos salvajes. Callando, obedeciendo, yendo a misa y soportando que sus hijos cantasen el cara al sol en la escuela cada mañana. Todas a fingir que no había pasado nada. A seguir callando. Pero la María no era de callarse. A ella le desesperaba la injusticia. Cuando se dio cuenta de que estaba embarazada, intentó matarse y se tiró al río. Perdió a la criatura pero siguió viva. La sacaron del río, empapada en agua y sangre, y gritando desesperada, contra su violador, que era también el asesino de su padre… Todo el mundo empezó a decir que estaba loca y por eso decía esas cosas y se había tirado al río. Su familia la mandó a un manicomio. No salió de allí hasta casi treinta años después, cuando se hermana se hizo cargo de ella y se la trajo al pueblo. No estaba loca, no, fue la única que se atrevió a gritar lo que había pasado.
         

        Miro a mi abuela y adivino lo que aún calla. “¿Y tú abuela?  Sí, hija, yo también fui una de aquellas muchachas. Yo también viví aquel horror. Yo también cumplí el pacto de silencio. Cuando tu abuelo volvió del frente, sano y salvo, nos casamos y  nos vinimos a Madrid. Tuvimos suerte, tu abuelo se puso a trabajar como carpintero con un tío suyo y pudimos empezar la vida lejos del pueblo. Tu abuelo era un hombre bueno, nunca, nunca hubiera añadido más dolor al daño que me habían hecho.” Y de repente, comprendo por qué mi tío Fernando, el mayor, se parece tan poco a sus hermanos y a mi madre. “Tu abuelo fue el único a quien conté la verdad. También nosotros hicimos un pacto de silencio y nunca volvimos a mencionarlo. Siempre fue un buen marido y un buen padre.  Me mira con una llama de decisión en sus ojos. “Puedes contar esta historia, hija, en esos libros que tú escribes, pero sólo te pido una cosa, no la escribas mientras viva tu tío Fernando. No quiero que lo sepa. Adoraba a tu abuelo. No quiero causarle ese dolor. 

Le prometí a mi abuela que no contaría su historia hasta después de la muerte de mi tío Fernando. Ella falleció pocos meses después. Siguiendo sus deseos, esparcimos sus cenizas en un campo cercano al pueblo y confío en que algunas hayan caído sobre la tumba de María “la loca”.  Ayer murió mi tío Fernando. Yo también he cumplido mi pacto de silencio.

Hora es ya de transformar el silencio en reivindicación de la memoria. Por María, por mi abuela, por todas las mujeres heridas, violadas, torturadas, ultrajadas, en aquella y en todas las guerras.


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