MICRORELATOS I



                                          
                  MICRORELATOS I


DOS MUJERES




Brazo apoyado en brazo, dos mujeres caminan en silencio por una calle del elegante barrio de Argüelles. Bocas fruncidas, calladas, cada una, quizás, encerrada en su mundo de recuerdos. 

Una, la anciana, cabello blanco, piel clara, cuerpo y rostro ajados pero dignos, camina erguida, mostrando quizás que siempre se supo señora. 

La otra, menos años, piel oscura, rasgos de otras tierras, corva su espalda, quizás porque es mucha la carga que lleva desde niña. 

Cada una perdida en sus pensamientos, quizás una recuerda la juventud que se fue, los seres queridos que la fueron abandonando con los años, o presiente la llegada de la muerte. La otra, puede que añore los hijos por los que cruzó el océano para salir de la miseria, o los olores, los colores, los sabores, los acentos, de su tierra. 

¿Se comunican alguna vez las dos mujeres? ¿Son capaces de compartir penas y alegrías? ¿Encuentran en la mirada, las palabras, quién sabe si un abrazo, lo que las une, más allá de todo cuanto las separa? 

Hoy, sin ellas saberlo, al cruzarnos en la calle en la mañana, me dejaron, con sus rostros silenciosos, la mueca muda de sus rostros, su andar cansino y lento… un mundo de preguntas sin respuesta.




LA COMPAÑERA    



Amanecía silenciosa, cuando él despertaba, abrazada a su espalda, semi escondida entre las sábanas. Lo acompañaba al baño y estaba presente en cada una de las pequeñas escenas íntimas del aseo cotidiano. Ni en esos momentos tan privados, conseguía evadir su presencia. Compartía con él el paseo matutino, el aperitivo en el bar de la esquina y la compra diaria en el super. A veces, lograba ignorarla mientras preparaba alguna receta de cocina, o se perdía, ya en la sobremesa, en la lectura de un libro apasionante. El murmullo lejano del tráfico en la calle, amortiguado por los gruesos cristales climalit, el susurro de la tele, música de fondo que acompañaba sus escasos quehaceres de la tarde, hacían más patente la presencia de su compañera, deambulando entre los viejos muebles del salón, reclinándose a su lado en el sofá o recorriendo junto a él el largo corredor. Llegada la noche, tras la frugal cena, volvía de su mano al lecho y sólo lo abandonaba por unas horas cuando él se perdía en sueños que lo llevaban de vuelta a su juventud.

Ella, ella se llamaba soledad.

LA SOMBRA DEL ESPEJO   





Le sorprendía cada mañana aquel rostro desconocido, aquella anciana arrugada que se asomaba al espejo del baño cuando ella se peinaba. Siempre temía que algún día, la vieja entrara al dormitorio y le robase los vestidos colgados con esmero, o las joyas escondidas en el cajón de doble fondo. Era rápida, muy rápida, la anciana, jamás lograba encontrarla al volver bruscamente la cabeza. Huía sin hacer ruido, desaparecía y ya no volvía a verla en rincón alguno de la casa. ¡Seguramente envidia mi juventud y mi belleza! Pensaba. ¡Pobre vieja solitaria!

¡¡Sí, pobre vieja!!
La abuela, en su desvarío, había dejado de reconocer su propia imagen. 






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