NOS HAN ROBADO ESPAÑA




DENUNCIA FEMINISTA DE LA SITUACIÓN ACTUAL EN ESPAÑA


           


                         

Nacimos en una España robada. Habían robado la libertad y la dignidad. Crecimos en aquella España, escuchando las memorias de la guerra, contadas solamente tras los muros, viendo a nuestros mayores con las manos y las gargantas bien atadas por el miedo.

No conocimos la historia que estaba sucediendo hasta muchos años más tarde, cuando la pudimos leer en libros prohibidos, o nos la mostraron las imágenes de un cine recién librado del yugo de la dictadura.

Nos educamos en escuelas dominadas por el ideario franquista sin saberlo. Fuimos adolescentes en unos años sesenta en que el mundo se agitaba y aquí aún hacíamos educación física, envueltas en pololos casi decimonónicos.

Nos habían robado España, volvían a robarla cuando una ingente masa de hombres y mujeres emigraban a construir, o reconstruir, Europa, y los pueblos morían nuevamente, quedándose aún más solos los muertos enterrados en las cunetas.

Nos habían robado España cuando sólo eran unos los caídos, cuyos nombres cubrían la tapia de la iglesia, y a otros, y a otras, se les negaba la memoria.

Nos robaron España, y nos enseñaron, a fuerza de repetir lo contrario, a despreciar una bandera hecha a imagen y semejanza del poder del dictador.

Pasaron los años y aquellos niños y niñas, ni siquiera hijos de la guerra o las posguerra, aquellos y aquellas que nacimos en aquellos años de Matilde, Perico y Periquín, de culebrones en la radio y cercano recuerdo de las cartillas de racionamiento, aquellos niños y niñas, al acercarnos a la juventud, empezamos a creer que de verdad en España empezaba a amanecer, y que el sol que nos calentaría sería muy diferente de aquel al que nos habían hecho saludar en las escuelas.

Rasgamos las camisas viejas y las iglesias de la periferia, las fábricas y las universidades nos dieron cobijo para soñar con una España que pudiera ser “la camisa blanca de nuestra esperanza”. Creímos que recuperábamos una patria perdida, que nunca jamás volverían a suceder aquellas historias terribles que escuchábamos contar en nuestra infancia.

Abrimos puertas y ventanas, viajamos al extranjero, invadimos las calles y nos creímos de buena fe que todo era libre, incluido el amor. Y hasta del sostén nos libramos, sin saber, ¡ay pobres mujeres! que ni entonces éramos tan libres como creíamos.

Soñamos, soñamos libertad. Volvieron los exiliados, paseó Pasionaria por Madrid, un poeta gaditano se sentó en el palacio de los leones, y un hombre joven, atractivo con su chaqueta de pana, tan cercano que parecía uno de los nuestros, nos hizo creer que España ya era nuestro hogar.

Y aquellos niños y niñas de mitad del siglo XX, fuimos caminando hacia la utopía, con el convencimiento de que ya no había marcha atrás.
Demasiado dolor, demasiadas muertes, demasiadas pérdidas, aquello era el pasado, de ahora en adelante sólo quedaba avanzar.

Y así fuimos consiguiendo, paso a paso, poco a poco, las libertades y derechos arrancados de cuajo un funesto día de verano de 1936.

Nos cegó nuestra inocencia. Jamás pudimos creer que seríamos una generación puente, y que a nuestros hijos y a nuestras hijas les volverían a robar España una vez más. Quizás es que nunca fue nuestra, quizás sólo nos mantuvieron en un engaño, bien alimentado por las drogas legales del desarrollo, las grandes centros comerciales, la publicidad y la televisión.

Y ahora de nuevo, España es una camisa azul oscuro, sucia, manchada, manchada de sangre de gente que muere literalmente, alguna en nuestras fronteras, otra dentro de casa. España no es camisa blanca, ni tiene esperanza, y todo lo conseguido se va perdiendo mientras imponen nuevamente leyes opresoras que quitan la libertad y la palabra, que cierran, explotan, denigran, humillan a un pueblo que soñó ser libre.

Nos falta indignación. Quizás también nos la han robado. Y aunque ahora mismo, cuando termine de escribir estas líneas, vuelva recuperar la esperanza, y me lance a la calle, a poner mi grano de arena por la justicia, no puedo dejar de lanzar este lamento, que quisiera ser un grito de rabia, de protesta, de dolor.



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