MIRANDO AL JARDÍN. MEMORIAS DE ELIZABETH GARRETT



Elizabeth Garrett. Pionera de la medicina moderna en Gran Bretaña.





Dicen que he perdido la memoria, que no guardo recuerdos de mi historia, que he olvidado todo lo que logré a lo largo de mi vida y los caminos que abrí para otras mujeres. Dicen que cuando me llevaron a Londres, para despedir a mi hija que partía a Francia con la primera unidad de mujeres doctoras del ejército inglés, aquel 14 de septiembre de 1914, yo no comprendía cuál había sido mi contribución para hacerlo posible.

Se equivocan. Es cierto que me cuesta encontrar las palabras para expresar mis pensamientos y que a veces confundo fechas y lugares, pero otras las recuerdo, están grabadas a fuego en mi memoria. No, no he olvidado quien soy, ni quien fui. No he olvidado aquel 28 de septiembre de 1865, en que tuve el honor de ser una de las tres personas (de las ocho que nos presentábamos al examen) en conseguir el título de la Sociedad de Boticarios de Inglaterra, lo que me convertía en la primera mujer con titulación suficiente para ejercer como doctora en Inglaterra. Claro que no lo he olvidado. De igual forma que no he olvidado que fui la primera mujer que accedió a la Sociedad Médica Británica, y la primera mujer cirujana de mi país.

Dicen que a veces parezco ausente, que mi mirada se pierde, observando el jardín a través de los cristales del salón de mi casa de Aldeburgh. Lo que no saben es que muchas veces, aunque mi cuerpo descanse en el sillón junto al ventanal, mi mente y mi espíritu andan lejos, muy lejos. Y así vuelvo nuevamente a recorrer las aulas de mi querida Escuela de Medicina de Mujeres en Hunter Street. 






Me asomo a las clases y me emociona ver a algunas antiguas alumnas convertidas ahora en profesoras de las nuevas generaciones. Vigilo sin que me vean las prácticas de las alumnas en el Royal Free Hospital y hasta leo por encima de sus hombros los exámenes que redactan y asistió entusiasmada a sus debates preparando artículos para la revista de la Escuela. Y entonces, recuerdo también con cariño, pese a nuestros frecuentes desencuentros, a la luchadora Sophia Jex-Blake y a Elizabeth Blackwell, quien, por un pequeño malentendido, encendió mi vocación médica. Sin el empeño de la una y el apoyo de la otra, la Escuela no hubiera existido.

Otras veces, regreso al Hospital de Mujeres de Euston Road. 



¡Qué orgullosa me siento de ese hospital que inauguramos hace diecisiete años! (ya os digo que no olvido todas las fechas, el Hospital de Euston Road comenzó a funcionar en 1890). Ese imponente edificio de ladrillo rojo ha sido la culminación de un largo trabajo. Desde los comienzos en el dispensario de Seymour Place en 1866, el hospital creció paralelo al avance en la formación de mujeres profesionales de la medicina. Mis queridas Francis Morgan, la indispensable Mary Marshall, mi cuñada, Louisa Atkins o mi queridísima Mary Scharlieb. Ellas me siguen acompañando en este silencioso retiro en que a menudo se recluye mi mente.

También sueño despierta a menudo con la casa de Upper Berkeley Street donde instalé mi primera consulta como doctora y en la que después viviría con mi compañero de vida y de proyectos, mi querido Skelton. E incluso, revivo divertida la emoción de aquel 15 de enero de 1870, el día en que obtuve mi título de doctora en la Soborna de París, tras defender mi tesis doctoral sobre la migraña.

Me siento orgullosa sí, profundamente orgullosa, orgullosa de pertenecer a una generación de mujeres que hemos promovido grandes cambios para las mujeres de generaciones posteriores. Logramos que se abriesen las puertas de la educación superior y que fuese posible el acceso de las mujeres a las profesiones liberales. Sé que queda mucho por lograr y confío en que las mujeres del presente y del futuro consigan que sean realidad los derechos para todas las mujeres. No comprendo cómo no se ha hecho realidad todavía el derecho al voto por el que tanto ha trabajado mi hermana Millicent… ¿Cómo es posible que los hombres que dirigen los destinos de la nación desde diferentes partidos políticos sigan estando tan ciegos y se empeñen en negar nuestra capacidad de decidir? 

Han pasado tantos años… pero puedo regresar al aroma de las flores de aquel día de primavera, un 7 de junio (creo que era el año 1866), cuando mi queridísima Emily Davies y yo fuimos las encargadas de llevar al Parlamento el documento que contenía las firmas que habíamos conseguido las jóvenes del Sociedad para la Promoción del Empleo de las Mujeres (¡la sede estaba en mi casa de Upper Berkeley Street!) solicitando el derecho al voto. Por supuesto, no estábamos autorizadas para entrar al Parlamento, las firmas serían presentadas por Sir John Stuart Mill. ¿Qué habrá sido de aquella vendedora que se ofreció a guardar el pliego de firmas bajo su puesto de manzanas mientras esperábamos al querido John? Ella añadió también su firma a las nuestras cuando supo de qué se trataba aquel pliego “secreto” que dos jovencitas llevaban al Parlamento.

Sé que me queda poco tiempo de vida. Me siento feliz de que mi vida no ha sido inútil. A veces, juego a soñar que recorro las calles de Londres dentro de diez, quince, veinte o cincuenta años. Imagino que veo una placa en la fachada del 20 de Upper Berkely Street, recordando que fue mi residencia. O que el edificio del Hospital, muchas décadas más tarde, es transformado en un museo para que no se pierda la memoria de la lucha pacífica y ardua que nos permitió acceder a la práctica médica a las mujeres en Inglaterra y en el mundo. 

Incluso, un día, en uno de esos paseos imaginarios por el futuro, he creído ver en la esquina de Tavistock Square, una estatura muy curiosa, una especie de busto doble y, tremenda vanidosa, creí que era una estatura dedicada a mí, primera mujer doctora de Inglaterra, primera decana de la Escuela de Medicina de Mujeres, creadora del primer Hospital de Mujeres (atendido únicamente por profesionales mujeres) de Inglaterra y hasta alcaldesa durante dos años en mi pequeño Aldeburgh… Me aproximé en mi sueño y observé que no se trataba de una estatua en mi honor, y pude leer, borroso bajo la fina lluvia de un atardecer londinense, el nombre de la segunda decana de la Escuela: Louisa Aldrich Blake… ¡¡claro, ella es la decana de la Escuela ahora!! Bueno, igual eso son solo imaginaciones mías.

Cae la tarde sobre el jardín, es frío este otoño de 1917. O quizás soy yo quien tengo cada vez más frío…Se acerca el momento de partir… quizás llegue pronto el tiempo del descanso, y, quizás, del reencuentro con Skelton, tras estos diez años de separación… Quizás… Quizás…

Dicen que he perdido la memoria, que no guardo recuerdos de mi historia, que he olvidado todo lo que logré a lo largo de mi vida y los caminos que abrí para otras mujeres. Dicen que cuando me llevaron a Londres, para despedir a mi hija que partía a Francia con la primera unidad de mujeres doctoras del ejército inglés, aquel 14 de septiembre de 1914, yo no comprendía cuál había sido mi contribución para hacerlo posible.




      Se equivocan. Es cierto que me cuesta encontrar las palabras para expresar mis pensamientos y que a veces confundo fechas y lugares, pero otras las recuerdo, están grabadas a fuego en mi memoria. No, no he olvidado quien soy, ni quien fui. No he olvidado aquel 28 de septiembre de 1865, en que tuve el honor de ser una de las tres personas (de las ocho que nos presentábamos al examen) en conseguir el título de la Sociedad de Boticarios de Inglaterra, lo que me convertía en la primera mujer con titulación suficiente para ejercer como doctora en Inglaterra. Claro que no lo he olvidado. De igual forma que no he olvidado que fui la primera mujer que accedió a la Sociedad Médica Británica, y la primera mujer cirujana de mi país.

        Dicen que a veces parezco ausente, que mi mirada se pierde, observando el jardín a través de los cristales del salón de mi casa de Aldeburgh. Lo que no saben es que muchas veces, aunque mi cuerpo descanse en el sillón junto al ventanal, mi mente y mi espíritu andan lejos, muy lejos. Y así vuelvo nuevamente a recorrer las aulas de mi querida Escuela de Medicina de Mujeres en Hunter Street. Me asomo a las clases y me emociona ver a algunas antiguas alumnas convertidas ahora en profesoras de las nuevas generaciones. Vigilo sin que me vean las prácticas de las alumnas en el Royal Free Hospital y hasta leo por encima de sus hombros los exámenes que redactan y asistió entusiasmada a sus debates preparando artículos para la revista de la Escuela. Y entonces, recuerdo también con cariño, pese a nuestros frecuentes desencuentros, a la luchadora Sophia Jex-Blake y a Elizabeth Blackwell, quien, por un pequeño malentendido, encendió mi vocación médica. Sin el empeño de la una y el apoyo de la otra, la Escuela no hubiera existido.

      Otras veces, regreso al Hospital de Mujeres de Euston Road. ¡Qué orgullosa me siento de ese hospital que inauguramos hace diecisiete años! (ya os digo que no olvido todas las fechas, el Hospital de Euston Road comenzó a funcionar en 1890). Ese imponente edificio de ladrillo rojo ha sido la culminación de un largo trabajo. Desde los comienzos en el dispensario de Seymour Place en 1866, el hospital creció paralelo al avance en la formación de mujeres profesionales de la medicina. Mis queridas Francis Morgan, la indispensable Mary Marshall, mi cuñada, Louisa Atkins o mi queridísima Mary Scharlieb. Ellas me siguen acompañando en este silencioso retiro en que a menudo se recluye mi mente.

      También sueño despierta a menudo con la casa de Upper Berkeley Street donde instalé mi primera consulta como doctora y en la que después viviría con mi compañero de vida y de proyectos, mi querido Skelton. E incluso, revivo divertida la emoción de aquel 15 de enero de 1870, el día en que obtuve mi título de doctora en la Soborna de París, tras defender mi tesis doctoral sobre la migraña.

   Me siento orgullosa sí, profundamente orgullosa, orgullosa de pertenecer a una generación de mujeres que hemos promovido grandes cambios para las mujeres de generaciones posteriores. Logramos que se abriesen las puertas de la educación superior y que fuese posible el acceso de las mujeres a las profesiones liberales. Sé que queda mucho por lograr y confío en que las mujeres del presente y del futuro consigan que sean realidad los derechos para todas las mujeres. No comprendo cómo no se ha hecho realidad todavía el derecho al voto por el que tanto ha trabajado mi hermana Millicent… ¿Cómo es posible que los hombres que dirigen los destinos de la nación desde diferentes partidos políticos sigan estando tan ciegos y se empeñen en negar nuestra capacidad de decidir? Han pasado tantos años… pero puedo regresar al aroma de las flores de aquel día de primavera, un 7 de junio (creo que era el año 1866), cuando mi queridísima Emily Davies y yo fuimos las encargadas de llevar al Parlamento el documento que contenía las firmas que habíamos conseguido las jóvenes del Sociedad para la Promoción del Empleo de las Mujeres (¡la sede estaba en mi casa de Upper Berkeley Street!) solicitando el derecho al voto. Por supuesto, no estábamos autorizadas para entrar al Parlamento, las firmas serían presentadas por Sir John Stuart Mill. ¿Qué habrá sido de aquella vendedora que se ofreció a guardar el pliego de firmas bajo su puesto de manzanas mientras esperábamos al querido John? Ella añadió también su firma a las nuestras cuando supo de qué se trataba aquel pliego “secreto” que dos jovencitas llevaban al Parlamento.

       Sé que me queda poco tiempo de vida. Me siento feliz de que mi vida no ha sido inútil. A veces, juego a soñar que recorro las calles de Londres dentro de diez, quince, veinte o cincuenta años. Imagino que veo una placa en la fachada del 20 de Upper Berkely Street, recordando que fue mi residencia. O que el edificio del Hospital, muchas décadas más tarde, es transformado en un museo para que no se pierda la memoria de la lucha pacífica y ardua que nos permitió acceder a la práctica médica a las mujeres en Inglaterra y en el mundo. Incluso, un día, en uno de esos paseos imaginarios por el futuro, he creído ver en la esquina de Tavistock Square, una estatura muy curiosa, una especie de busto doble y, tremenda vanidosa, creí que era una estatura dedicada a mí, primera mujer doctora de Inglaterra, primera decana de la Escuela de Medicina de Mujeres, creadora del primer Hospital de Mujeres (atendido únicamente por profesionales mujeres) de Inglaterra y hasta alcaldesa durante dos años en mi pequeño Aldeburgh… Me aproximé en mi sueño y observé que no se trataba de una estatua en mi honor, y pude leer, borroso bajo la fina lluvia de un atardecer londinense, el nombre de la segunda decana de la Escuela: Louisa Aldrich Blake… ¡¡claro, ella es la decana de la Escuela ahora!! Bueno, igual eso son solo imaginaciones mías.

      Cae la tarde sobre el jardín, es frío este otoño de 1917. O quizás soy yo quien tengo cada vez más frío…Se acerca el momento de partir… quizás llegue pronto el tiempo del descanso, y, quizás, del reencuentro con Skelton, tras estos diez años de separación… Quizás… Quizás…



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