EMPODERAMIENTO FEMINISTA Y LIBERTAD.
Contar
el cuento. Contar siempre el mismo cuento. Repetir historias en las que no
podía creer. En clase, en casa, al dormir a su hija, al asentir muda a las
palabras de marido, al realizar puntualmente las rutinarias tareas domésticas.
Repetía los cuentos de su infancia, que ahora sabía preñados de mentiras. Había
aprendido que no existía el príncipe azul, que la madrastra de Blancanieves
quizás era solamente una mujer amargada por el desprecio de la corte, que nadie
despertaba de un sueño de muerte por un beso, que Barbazul podía ser el vecino
del cuarto, amable y cortés en la escalera, capaz de enviar al hospital de vez
en cuando a su esposa, que se caía con excesiva frecuencia en la cocina o en la
bañera. No, ya no soportaba contar, sin creerlo, siempre el mismo cuento.
Ella
misma vivía atemorizada. Aún habían sido pocas las bofetadas, alguno que otro
los puñetazos que dejaban marcas oscuras en sus brazos, pero frecuentes, muy
frecuentes, las descalificaciones, los chantajes emocionales, los silencios y
las miradas que la anulaban y la aterrorizaban. Había aprendido a callar, a
disimular, para evitar los excesos de violencia. Había aceptado drogarse con
las pastillas prescritas por el psiquiatra, siguiendo los consejos (más bien
órdenes) de su marido, para “curarse de los nervios”, para estar más tranquila
y contenta con su suerte.
Por
supuesto, callaba sus pensamientos y se negaba a sí misma, al imponer a su hija
normas en las que no creía, vestirla con lacitos que la repugnaban, obligarla a
jugar con muñecas y cocinitas… para satisfacer los gustos del esposo, el cura,
la suegra, la madre, las vecina, las cuñadas. Daba catequesis en la parroquia
cuando el Padre Manuel, confesor de su esposo se lo pedía. Y como maestra,
rezaba en la clase, leía los tradicionales cuentos infantiles e iba a misa en
las numerosas fechas señaladas, siempre
obediente a las normas del colegio. Era una de las muchas consecuencias de no
haber podido optar a trabajar en la enseñanza pública, y ser una invisible y
hasta agradecida empleada más en un colegio confesional, donde ocupaba un alto
cargo su propio esposo, con reconocimiento, prestigio y salario bastante más
alto que el suyo.
Ella
callaba, acataba, aceptaba, trataba de amoldarse. Pasaba horas en la cocina
intentando preparar esa tarta que a su esposo tanto le gustaba. Acompañaba a su
suegra a la novena. Se mordía los labios ocultando sus propios pensamientos
ante las opiniones de su familia política en cada almuerzo dominical.
Disimulaba, maquillaba su tristeza, al igual que maquillaba los ojos para
ocultar las ojeras que habían provocado el llanto o el insomnio, y cubría los
cardenales con una blusa de mangas en pleno verano.
Pero
su cuerpo no se conformaba. Ella trataba de disimular, de fingirse feliz sin
serlo, de acatar normas que la estrangulaban por dentro, de cumplir ritos en
los que no creía desde hacia ya tanto tiempo, e incluso aceptar sin placer, con
un profundo deseo de llorar y de gritar, las relaciones con el hombre al que ya
no podía amar… Pero su cuerpo se rebelaba. Era sabio y encontraba formas
adecuadas de gritar el malestar. Jaquecas interminables; una gastritis
incurable acompañada de vómitos frecuentes; mareos que provocaron en más de una
ocasión desmayos en plena calle y la necesidad de recluirse en el lecho durante
varios días; intensos dolores menstruales y hemorragias que la debilitaban al
extremo; catarros y gripes durante el invierno, que le daban la oportunidad de
aislarse del mundo unos días o incluso unas semanas. Su cuerpo escapaba así del
clima de opresión, de la mirada inquisidora del marido que, en aquellos
episodios de enfermedad, en que ella era únicamente una mujer enferma, débil,
vulnerable, se tornaba amable y se convertía en su salvador. Su cuerpo también
había sido sabio en otro sentido; ya había tenido tres abortos espontáneos
(nunca hubiera osado oponerse abiertamente al deseo de su esposo de tener una
familia numerosa) y su ginecólogo le había prescrito la píldora para tratar de
regular sus alteraciones y dolores menstruales. Así, su cuerpo, probablemente
siguiendo los deseos de su inconsciente, había rechazado nuevas maternidades
que atenazasen más las cadenas que la apresaban. Pero era sólo una tregua: la
píldora anticonceptiva, los tranquilizantes y antidepresivos, tenían fecha de
caducidad, pronto ella debería de ser la mujer totalmente sumisa, entregada,
convencida y “feliz”, o al menos
absolutamente resignada, que la iglesia, la familia, la sociedad, su marido,
esperaban que fuese y que ella nunca podría ser, traicionándose a sí misma.
Veía
crecer a su hija con terror. Acababa de cumplir diez años. Empezaba a buscar
una cierta independencia. Se acercaba a pasos agigantados hacia la pubertad.
¿Qué le esperaba a aquella niña vivaz y espabilada? ¿Iba a empeñarse en
convertirla también a ella en otro ser sumiso, aniquilado? ¿Iba a luchar por
imponerle todas las opresiones en que no podía creer y que había aceptado para
sí misma por miedo, por inseguridad, por falta de autoestima?
Nunca
supo cómo consiguió el coraje. Años después, al recordarlo, le parecía que
había actuado movida por una especie de resorte interior, un instinto de
supervivencia, para sí misma y para su hija, sin ser casi consciente de lo que
hacía, sin dejarse frenar por el temor a las consecuencias. Le resultaba
difícil imaginar ahora, tanto tiempo después, tan transformada su vida, cómo
era aquella mujer de poco más de treinta años, con un rostro ajado, un cuerpo
disimulado bajo ropa anodina, que entró aquella tarde en un edificio donde se
leía en la puerta: “Centro Provincial de la Mujer”.
Estaba
a punto de empezar una conferencia, y había varias mujeres hablando en el hall
de entrada del edificio. Qué vería una de ellas en su aspecto, en su rostro, en
la angustia escrita en sus ojos, que le preguntó qué quería y se pusieron a
hablar. No entraron a la conferencia. Aquella mujer la escuchó, la escuchó como
nadie la había escuchado nunca. Ella (Marta) le contó su vida, sus
sentimientos, su angustia, de forma entrecortada, confusa a veces, a
borbotones, como tampoco lo había contado a nadie hasta entonces. Aquella mujer
(después sería su amiga, su compañera) la escuchó, la dejó llorar sin juzgarla,
y, más tarde, le presentó a una psicóloga del centro.
Aquello
fue el comienzo del fin de tantos años de anulación de sí misma. Aquello fue el
primer paso para abrirse camino hacia la recuperación de su propia vida, de la
mujer que andaba escondida dentro de ella desde niña. No fue un camino fácil.
Dos años de terapia con una psicóloga feminista. Grupos de diálogo y autoayuda
con otras mujeres. El coraje para preparar oposiciones y alejarse de un trabajo
tan opresivo como su matrimonio. El divorcio, enfrentándose al juicio de
familiares y amistades, incluida su madre y sus hermanos. El coraje para luchar
por mantener la custodia de su hija. Fueron años duros, muy duros, pero ahora,
al mirar atrás, sólo podía sentir un gran orgullo por haber sido capaz de
recorrerlos, y un profundo agradecimiento a la vida por haber puesto en su
camino a tantas otras mujeres que la acompañaron, que hicieron posible su
transformación desde la sororidad.
Marta
es ahora otra, otra muy lejana de aquella mujer enferma y asustada. Han pasado
más de veinte años y es una mujer libre, independiente, sana, alegre. Una
profesora apasionada por su trabajo, una militante feminista, una madre
orgullosa de una hija ya adulta, libre, independiente, como ella, capaz, por
cierto, incluso, de ser amiga de un padre que ha tenido que ceder en sus ideas
conservadoras para no perder del todo a la hija a la que respeta y admira, aunque
lo oculte. La gastritis, las jaquecas, los dolores inexplicables se marcharon.
La vida pasa, los cuerpos envejecen y, como sucede a todo ser humano, otras
dolencias naturales van llegando, pero hace mucho, mucho tiempo, que no siente
aquel nudo permanente en la garganta, las lágrimas ahogándola, el miedo
paralizante, el dolor indefinido en el vientre, la tristeza apretando el
corazón, el malestar sin nombre que estuvo a punto de hacerla enloquecer.
Ha
podido perdonar (sin justificarlo en absoluto) en el fondo de sí misma, a aquel
hombre, claro fruto de un sistema patriarcal que confunde masculinidad con
dominio y opresión. Ha comprendido que se sentía pequeño y asustado ante la
relación con una mujer independiente, que estaba obsesionado por “dar la talla”
y cumplir los mandatos de hombría de bien que le habían inculcado la iglesia,
la familia, la sociedad…
Marta
ha tratado de convertir el dolor de tantos años en sabiduría para salvar a
otras y a otros. No sólo a su propia hija, por supuesto, sino también a todas
esas niñas y niños a quienes ha enseñado a jugar, a querer, a convivir, de otra
manera, para que puedan ser mujeres y hombres, personas, libres y sanas en sus
vidas. Y, además, ahora es ella quien, en su tiempo libre, escucha a otras
mujeres para acompañarlas también en caminos de liberación.
Sí,
en este tiempo, Marta ha aprendido a contar otros cuentos: Diana, la astronauta; Juana y
su pandilla; La timidez de Jaime; Manolín sabe cuidar; Mis dos papás; María
ahora se llama Andrés…y un largo etcétera. Cuentos en que niñas y niños dejan de ser princesas temerosas y
héroes salvadores. Cuentos en que las mamás no envían a niñas asustadizas a los
bosques plagados de lobos violentos, de los que sólo pueden ser salvadas por la
violencia oficial de un cazador patriarcal; cuentos en que las malas no son con
excesiva frecuencia las madres (léase madrastras, para suavizar el mensaje), ni
el único despertar de una joven viene dado por el príncipe valiente que la
rescata cuando la lloran una pandilla de castrados (única condición en que los
hombres dejan de ser una amenaza). Y además de cuentos, ha querido contarles la
historia aún no contada en los libros de texto oficiales. La historia de las
mujeres, las doctoras, las científicas, las escritoras, las artistas… incluso
las viajeras, las piratas, las aventureras... Sobre la mesa, dentro de una
sencilla carpeta, está el primer ejemplar de ese libro, que recoge varios años
de trabajo para contar otro mundo, más real, menos deformado, a las niñas y
niños con quienes convive en las aulas.
Llega
el otoño. Sentada en una terraza, contempla la belleza de las hojas que
comienzan a vestirse de color dorado. No sabe por qué esta tarde le dio por
recordar su vida. Quizás fue la alegría de la publicación de ese libro suyo sobre
biografías de mujeres contadas a niñas y niños. Quizás fue porque su hija le
anunció esta mañana que está embarazada. Quizás este renacer de la vida la ha
llevado atrás, a recordar su infancia, su adolescencia, su juventud. Se siente
profundamente feliz al pensar en lo diferente que será la vida para esa
criatura que nacerá dentro de unos meses.
Sonríe.
Y después esa sonrisa se ensancha al levantar la mirada y ver a su pareja
actual, que se acerca desde una esquina de la pequeña plaza. En los años anteriores, hubo alguna que otra
historia de amor en su vida. Historias que ya nunca permitió que no estuviesen
basadas en el respeto, la igualdad, la independencia, la libertad: lo que ella
ya había aprendido que era el amor. Historias que terminaron sin acritud,
incluso manteniendo una buena amistad con los hombres que fueron sus
protagonistas. Hace dos años llegó a su vida alguien especial. De nuevo, no
sabe explicar cómo sucedió. Pero cuando se encontraron en aquella exposición de
arte contemporáneo de creadoras feministas, sintió algo nuevo, diferente, algo
que no había pensado que ella pudiera sentir. Por eso, desde entonces, Marisa y
ella son pareja. Por eso, desde entonces, están juntas y Marta tiene la
profunda convicción de que probablemente esta vez sea para siempre.
No
buscó el amor de una mujer como militancia feminista, como muchas mujeres
hicieron legítimamente en los setenta y los ochenta, ni sintió un brusco cambio
de orientación sexual. Sigue siendo ella misma, la que fue capaz de renacer. Simplemente,
su deseo la llevó hacia una persona de su mismo sexo. Teóricamente estaba
convencida de que la bisexualidad es “la tendencia más normal del mundo”. Y,
sin buscarlo, espontáneamente, la teoría se hizo realidad. Quizás nuevamente su
cuerpo fue sabio y la lanzó a una nueva, intensa y maravillosa experiencia, que
su mente racional no había imaginado antes.
Las
ramas de los árboles se entrelazan, las hojas doradas se transforman en una
bellísima cúpula natural sobre la pequeña plaza, y algunas ya caídas, forman,
poco a poco, una suave alfombra sobre el suelo. El atardecer parece preñado de
esperanza. Marta recibe a Marisa con un beso. Le muestra la carpeta y le dice
sonriendo: “Mira, Marisa, nos ha nacido
un libro y además vamos a ser abuelas”.