Represión patriarcal de las mujeres en el franquismo
Ayer
murió mi abuela. Se llamaba Libertad.
Tras
la muerte de mi abuelo, llena ya de achaques, mi madre decidió traerla a vivir
a nuestra casa. Y fue en esos años cuando creció entre nosotras una complicidad
que nunca había tenido con mi madre, ni con mis hermanas mayores.
De
niña la conocí siempre como “la abuela Carmen”, una mujer ya envejecida,
siempre ocupada, cocinando, limpiando, cuidando a mi tío enfermo o al abuelo o
cosiéndome algún que otro vestidito.
“La
abuela Carmen…” Por eso me sorprendió cuando, un día, tras comentarle que
estaba haciendo un trabajo para la universidad sobre las mujeres en la guerra
civil española, me dijera… “¿Sabes, yo me
llamaba Libertad?” Y así empezó la
larga retahíla de confidencias que me permitieron conocer la historia de mi
abuela. Una historia que mi madre desconocía, una historia que mi abuela había
guardado, como un secreto olvidado, en el fondo de su alma.
Libertad
fue el nombre que le puso su padre en el registro aquel día de octubre de 1932.
Libertad fue su nombre de niña durante los pocos años en que pudo ser feliz.
Luego, obligaron a su madre a cambiárselo cuando tuvo que bautizarla para que
pudiera ingresar en la escuela, y para que no la señalaran por roja y atea. “Llevará el santo del día”, sentenció el
cura. Menos mal que el bautizó fue un 16 de julio de un triste 1939, y no la
hizo llamarse Romualda o Ceferina.
Era
espabilada y aprendió a leer y a escribir, y las “cuatro reglas”. Hubiera
podido aprender mucho más, decía la maestra, pero a los doce años ya tuvo que
ponerse a trabajar para ayudar a la madre a sacar adelante a una familia de
cinco criaturas en los años oscuros del hambre y el silencio, mientras el padre
se pudría en una cárcel de donde saldría en los cincuenta para morir poco
después de tuberculosis. “Como el poeta”,
decía la abuela cuando me lo contaba, “sí,
ese Miguel Hernández, que leías cuando estabas en el colegio.” Se hizo
modista, porque fue en un taller de costura donde su madre pudo colocarla como
aprendiza, para repartir vestidos y hacer recados primero, y como costurera
después.
Se
caso muy joven y siguió trabajando, cosiendo en casa, por las noches, a ratos
perdidos. Era lista y muy consciente de las injusticias que se vivían en el
país, pero no fue ella la que entró en el partido, ni se hizo sindicalista. Eso
quedaba para el marido, mientras ella en casa vivía la angustia de la espera
cuando había asamblea en la fábrica, cosía, limpiaba, y se las apañaba para que
sus hijas y sus hijos pudieran tener una vida mejor. Hubiera podido emigrar y
abrirse camino en otro país, porque así lo decidió su hombre. Y fue una más de
las cientos de miles de mujeres anónimas, siempre en la retaguardia silenciosa
de la vida. “Quería que mis hijos no
conocieran la miseria, que vivieran mejor que yo.” Lo había conseguido.
“Lloré el día que murió Franco”, me
contaba, “lloré porque tu madre ya estaba
embarazada de tu hermano mayor y yo pensaba que ese nieto iba a nacer en
libertad”.
Mi
abuela había pasado, como tantas otras mujeres de su generación, gran parte de
su juventud embarazada. Había tenido tres hijos y dos hijas, se le había muerto
de meningitis otra niña a los cinco meses y, en dos ocasiones, había recurrido
a la intervención de una partera para hacerse un aborto, cuando la llegada de
una criatura más, en momentos de riesgo de despedido del marido, suponía una
dificultad insuperable. “Yo no quería
cargarme de hijos a los que no pudiera criar como es debido. Yo quería que
vivieran mejor que yo.” Había vivido
aquellos dos abortos en silencio. Ni siquiera se lo dijo a mi abuelo, que,
estaba segura, se hubiera opuesto a que abortase. “Muy rojo de puertas para afuera, pero en casa… más tradicional que un cura.”
En la segunda ocasión, tuvo una fuerte hemorragia. “Tuve miedo, sabes, no podía ir al hospital porque era un delito. Tuve
miedo de que me pasara algo, de dejar solos a mis hijos… sobre todo a tu madre,
que era aún muy pequeña.” Una
vecina, enfermera, la vio muy pálida y débil. No le dijo la verdad, era
demasiado arriesgado para las dos, pero la mujer entendió que no se trataba de
una simple hemorragia menstrual. La atendió y quizás le salvó la vida. En
silencio, “las mujeres nos echábamos una
mano unas a otras, ¿a quién íbamos a recurrir si no?”
Un
día que estaba sentada a mi lado, mientras yo estudiaba, me dijo de repente: “Oye, he pensado una cosa. A partir de ahora,
voy a decir a todo el mundo que me llamo Libertad. Ese es mi nombre. Ya me robó
la vida demasiadas cosas. Me robó la infancia, me robó a mi padre, me robó la
tranquilidad tantos y tantos años de miedos y silencios… Ya no me va a robar
más mi nombre. Yo me llamo Libertad.”
En
casa se lo tomaron un poco a chirigota. “Abuela Libertad”, sonaba un poco raro
tras tantos años de “abuela Carmen”. Y alguno de mis tíos pensó que se le había
ido la cabeza… “pero si en la partida de
nacimiento y todo pone Carmen”. No servía de mucho que ella explicase que
habían obligado a cambiar el nombre en todos los documentos. Quedó como una
manía de vieja, pero yo le juré que siempre, siempre la llamaría Libertad.
Ayer murió mi abuela. Me dejó su
fuerza, su coraje, su valentía, su sabiduría, su esperanza. Ayer murió mi
abuela. Se llamaba Libertad.